Estimado lector, permítame que me presente: soy José Manuel Pons Peón, tengo cuarenta y ocho años y soy menorquín.
Si desea tomarse un café conmigo, sin embargo, búsqueme en Zaragoza. Hace ya muchos años que vine a estudiar y aquí me quedé.
Zaragoza es, tal y como yo la veo, una ciudad tan buena como cualquier otra para establecerse. Pero a mí me proporcionó algo especial, que me ha servido para echar el ancla: aquí conocí a mi mujer, Pili, y a su hijo, Diego. Y éste último, con el tiempo, ha ampliado mis motivos para amar las calles por las que paseo y apreciar la historia que atesoran: una niña de siete años, de la que estoy absolutamente enamorado.
Esta ciudad, además, me abrió el corazón en un momento de profunda búsqueda espiritual. Es normal, con veinte años, mantener los ojos muy abiertos cuando se da un paso y con el siguiente se encuentra uno en la península. Si usted, querido lector, fuera menorquín, lo entendería a la perfección. Para que se haga una idea, si se lo explicara a un gaditano, le diría que se imagine a punto de irse a vivir a Pontevedra sabiendo que ya no volverá a hacerlo en su bella Cádiz. Bien, pues andar sin red bajo los pies en Zaragoza me llevó, en ese momento, a descubrir la Fe bahá’í.
Conozco lo que piensa, si es la primera vez que oye la palabra, y puedo imaginarme su expresión de asombro. Descuide, a mí me ocurrió lo mismo. Pero no se preocupe, descorro rápidamente el telón para usted. A título enunciativo, le diré que esta religión se basa en la creencia en que el ser humano debe progresar hacia su madurez, tomando conciencia de que las relaciones entre los individuos, las formas de hacer política y el modo, en resumen, de llevar los asuntos, han de basarse en la unidad. Su fundador, Bahá’u’lláh, un noble persa que vivió en el Irán del siglo XIX, afirma que Dios nunca ha dejado desprotegida a la Humanidad. Cada cierto tiempo, cuando la esencia del mensaje se ha erosionado demasiado y se ha hecho patente que debía ser renovada, ha aparecido en el mundo una figura especial. De este modo, continúa, Jesús renovó el mensaje de Moisés. Él, a su vez, hizo lo mismo con los mensajes proféticos anteriores. Y, curiosamente para quienes somos occidentales, Muhammad los refresca a los dos.
Bahá’u’lláh asimila y abarca las religiones anteriores para revelar un cuerpo doctrinal nuevo y moderno que guíe al ser humano por la senda de la unidad. Y declara, finalmente, que este rosario de seres especiales, portadores de mensajes espirituales, continuará en el futuro.
No es descabellado pensarlo de este modo. A fin de cuentas, ¿qué padre fuerza a su hijo de quince años a vestirse con la ropa de la primera comunión?
Por lo demás, apreciado lector, si se pregunta por mi profesión, le diré que soy militar. Suboficial del Ejército de Tierra, si siente curiosidad, de Caballería. En la actualidad, sirvo en la Unidad Militar de Emergencias. Lo he hecho anteriormente en la extinta Brigada de Caballería, y en Mahón, donde pasé mi mili. He tenido la fortuna de que estos destinos me hicieran viajar por distintos lugares del mundo, dándome acceso a gentes impactadas por las guerras, el abandono, la pobreza y el hambre, la violencia, los terremotos… Esto, junto con las referencias adecuadas, me ha permitido describir en El Bronce, razonablemente bien, los arquetipos de las víctimas y los verdugos.
La protagonista del libro, Isabel Daroca, recurre a su particular tabla de salvación cuando siente que todo se desmorona. Imagino que cada cual, en este punto, elige la que mejor le conviene. Mis viajes me descubrieron que, en mi caso, no hay tablas de salvación más efectivas que la lectura y la reflexión.
Deseo, sinceramente, que El Bronce Persistente promueva su reflexión, le entretenga, le divierta, cuando deba hacerlo, y sea, para usted, una tabla de salvación. Durante unas horas, por lo menos. Si eso ocurre, me sentiré bien pagado.
Sipnosis
La historia se desarrolla en 2003, en el contexto de una inspección de instalaciones nucleares en Irán. La protagonista es una verificadora española de las Naciones Unidas, con sede en Viena, llamada Isabel Daroca.
Veinte años antes, justo cuando Irán acababa de proclamar su República Islámica y ella se hallaba cursando estudios universitarios, su padre fue contratado como ingeniero civil para trabajar en Teherán. Ése fue un momento de gran demanda en el campo de la ingeniería, de la construcción y de las comunicaciones. Irán se esforzaba entonces en modernizarse. Pretendía alcanzar las cotas de desarrollo de otros países islámicos pero, sobre todo, el esfuerzo iba dirigido a legitimar el reciente golpe de estado: se pretendía marcar una diferencia con respecto al régimen anterior.
Es durante el verano, cuando la familia Daroca viaja a Teherán. Casi inmediatamente, Isabel entra en contacto con la Fe bahá’í, la minoría religiosa más extensa de Irán, y se ve arrastrada por la persecución que sufren sus creyentes. Como consecuencia de ello, será encarcelada durante dos semanas, en las que vivirá las mismas vicisitudes que el resto de presas políticas y religiosas. Al ser liberada, su estado de devastación es tal, que debe ser repatriada.
Veinte años más tarde, en el arranque de la novela, el lector la encuentra en Florencia, prestando asesoramiento en un trabajo rutinario de sus colegas italianos. Se halla en vísperas de viajar a Teherán, aunque ella todavía lo ignora, para participar en el desarrollo de las verificaciones más importantes de los últimos años en Irán: aquellas que deben posibilitar que el país firme su adhesión al Tratado de No Proliferación, el TNP.
Sin embargo, para Isabel Daroca la verificación se convertirá en una lucha por salvar su vida. El torturador que veinte años antes había masacrado su cuerpo y destruido su espíritu, ha escalado posiciones. Ahora es la mano derecha del responsable de relaciones públicas de la Organización de la Energía Atómica de Irán. Y en esta ocasión, no está dispuesto a dejarla escapar, aunque ello signifique el fracaso de la verificación.
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