Federico L. Baggini – Escritor

Federico L. Baggini, 1987, Argentina. Trabajador social, escritor, bibliotecario y docente. Escribe desde los trece años, y lleva publicados siete libros: Acariciapájaros, Agonías, Iteraciones, Tensegridad, Qualia, Entropías y Las tres mitades del trauma.

Además ser partícipe de diversas antologías, y de haber sido editor, compilador y prologuista de 6 libros de talleres de escritura. Gestó y coordina los proyectos audiovisuales Sesiones de Poesía Compartida (que publico 2 libros) y De La Jerga Ajena, y es fundador y director de la Biblioteca y Librería Popular Literatura Inclusiva.

Aunque inclines el mentón,

levantes las cejas al pasar

y me nombres a medida que te alejás

señalando que la camisa esta arrugada

Que trates de detenerte

sin reparar en las baldosas

con esos gestos de falsa modestia

que no son más que una mano floja tendida.

No recuerdo a ciencia cierta

cuando pasamos a ser extraños.

Poco se de tu casa,

de tus otros amigos

No sé tampoco que ha sido de tus juanetes

te he cruzado en mi cuadra,

tarde a tarde,

y no podría asegurar si estabas angustiado,

contento, esperanzado, enfermo o rezando

No por esto dejaré de mencionar

que vos nada sabias de mis obsesiones,

ni que leer en el zaguán

con la puerta abierta de par en par

me daba cierto vértigo

y a menudo los quehaceres se conjugaban:

comprá un litro de leche

antes de que cierre el almacén

no te olvides de pagar la factura hoy mismo

porque nos van a cortar la luz

Entonces será pura casualidad

pero nunca,

hasta después de jubilados,

nos volvimos a dirigir la palabra.

Tus problemas de próstata

no sé en que han quedado;

Del viaje a Santa Rosa

apenas si supe que habías vuelto;

Ni que decir de hace cuanto

no ves a tus nietos

Pero no es un reproche

gracias si yo te cuento algo de mi sueldo

de las cosas que al fin de cuentas

las sabemos de forma remota,

y sin ningún sentido.

Sin embargo,

nobleza obliga,

no me dejaras mentir:

Hablábamos más  cuando

a gatas

conocíamos la existencia del otro.

Nos preocupaba la mirada

o más bien la posibilidad de una ceguera,

nos fregábamos las manos,

fuertes, unas con otras,

para darnos calor,

pese a que fuera verano

y en la calle no anduvieran ni las moscas.

por miedo a pescarse una insolación.

La primavera era justa, con sus alergias

y esas fragancias que rara vez los alérgicos,

como vos y yo,

podemos contemplar.

A mí siempre me llamó la atención

saber en qué trabajabas,

si dedicabas tu espalda a un solo oficio

o quien sabe qué tarea,

pero aún seguís siendo ese viejo cascarrabias

al que no les gusta dar explicaciones

por mínimas que sean.

¡Ah! Entre tantas cosas que no lograré entender

(Porque a los viejos como yo

gracias si el tiempo solo les alcanza

para terminar de escuchar y observar)

están tus pies, dolientes

a veces desnudos al punto de causar espanto

a veces tan calzados que no te podes mover,

parece que vestís a tus pies

y les peinas el flequillo.

No importa, no me des bolilla

ya no te encuentro más que por azar,

aunque siempre haya sido así,

aunque a mí el azar se me haya vuelto costumbre

Ni sentado, muy poco andando

tan poco que a veces pienso

que te has hecho daño,

que te caíste,

y ese tipo de mamarrachos

que nos pasa a los viejos

Luego alguien,

por ahí,

me cuenta que te hiciste los postizos

que últimamente sí te gusta como salís en las fotos.

En fin,

yendo al grano,

las palabras ya no sirven de casi nada

y los músculos nos acompañan como pueden

Encima tantos años de huesos…

Como sea, decía,

no me resigno

ni por inercia,

ni por cansancio,

a que por última vez

y sin humedad de por medio

nos estrechemos la mano

y nos digamos “te quiero”.


Un poco más allá

                               (o quizá solo deba decir «alejado»)

se alza el relieve de

una ronda sin

puerta vaivén.

Me quedo observando,

aquello parece no

despertar la curiosidad de

nadie más.

Cada cierta cantidad de

segundos se escucha un

grito seguido de un grito

seguido de dolor.

Me acerco, estoy solo.

Una mujer cuelga

boca abajo

Una mujer embarazada

desnuda hasta la médula.

La estridencia se agudiza,

la ronda se pone de pie:

«Es hora»,

susurran en el sentido

opuesto a las agujas del reloj.

De pronto la mujer

abre la boca.

De ella comienza a brotar, lo que

a simple vista, parece una cabeza.

La mandíbula se ensancha cada

vez más.

A la cabeza le siguen un par de

ojos, nariz, otro par de orejas,

boca, cuello.

El cuerpo de la mujer parece

languidecer.

Cerca de mis labios, un copo

de algodón embebido en

alcohol de quemar.

Abro los ojos,

en mis brazos un llanto

que se escurre en movimientos

desencajados.

Desde el fondo de

la habitación

el contorno de una

figura crece.

Antes de que la luz

alcance las mañas

de su cara,

detiene el paso.

Me dirige lo que

pareciera ser

una mirada.

Alza la voz:

«Aquí los hijos nacen

por la boca,

es la única forma

de consentir el deseo».


Como si hubiese sido ayer,

así de presente lo tengo:

Ni la casa,

ni la huerta,

ni la ropa,

ni los abrazos,

ni el pan,

ni el talco,

ni el tabaco,

ni la tranquera.

Sin importar el lugar al que vayas,

lo primero que tenés que hacer

es cavar una, dos, tres

o la cantidad de tumbas

que el Señor crea necesarias.

Entonces, sea como sea,

y pase lo que pase,

vas a tener donde guardar el olvido.

Eso dijo mi padre la primera y última vez que lo vi.

Quizá nunca supo cómo desenterrar a los vivos.


Sueño con mi madre,

me recuesta en la cuna,

me pide que no llore,

y me confiesa todas las veces

que ha mentido.

Se arrepiente, lo sé

porque se rasca la nariz.

Pero después me calma

con una caricia de madre.

Ella sabe que mentir es

una forma de persignarse.


Mamá toma mis

manos entre las suyas

y con un hilo de voz,

dice:

“Sos igual a tu papá,

aunque todavía no nos abandonaste”

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