A ''LA
SEBASTIANA''
YO construí la casa.
La hice primero de aire.
Luego subí
en el aire la bandera
y la dejé colgada
del firmamento, de la
estrella, de
la claridad y de la oscuridad.
Cemento, hierro, vidrio,
eran
la fábula,
valían más que el trigo y como el oro,
había que buscar
y que vender,
y así llegó un camión:
bajaron sacos
y más
sacos,
la torre se agarró a la tierra dura
-pero, no basta, dijo el
constructor,
falta cemento, vidrio, fierro, puertas-,
y no dormí en
la noche.
Pero crecía,
crecían las
ventanas
y con poco,
con pegarle al papel y trabajar
y
arremeterle con rodilla y hombro
iba a crecer hasta llegar a ser,
hasta poder mirar por la ventana,
y parecía que con tanto saco
pudiera tener techo y subiría
y se agarrara, al fin, de la bandera
que aún colgaba del cielo sus colores.
Me dediqué a las puertas más
baratas,
a las que habían muerto
y habían sido echadas de sus
casas,
puertas sin muro, rotas,
amontonadas en demoliciones,
puertas ya sin memoria,
sin recuerdo de llave,
y yo dije:
"Venid
a mi, puertas perdidas:
os daré casa y muro
y mano que
golpea,
oscilaréis de nuevo abriendo el alma,
custodiaréis el
sueño de Matilde
con vuestras alas que volaron tanto."
Entonces la
pintura
llegó también lamiendo las paredes,
las vistió de celeste y
de rosado
para que se pusieran a bailar.
Así la torre baila,
cantan las escaleras y las puertas,
sube la casa hasta tocar el
mástil,
pero falta dinero:
faltan clavos,
faltan aldabas,
cerraduras, mármol.
Sin embargo, la casa
sigue subiendo
y algo
pasa, un latido
circula en sus arterias:
es tal vez un serrucho que
navega
como un pez en el agua de los sueños
o un martillo que pica
como alevoso cóndor carpintero
las tablas del pinar que
pisaremos.
Algo pasa y la vida
continúa.
La casa crece y habla,
se
sostiene en sus pies,
tiene ropa colgada en un andamio,
y como por
el mar la primavera
nadando como náyade marina
besa la arena de
Valparaíso,
ya no pensemos más: ésta es la
casa:
ya todo lo que falta será
azul,
lo que ya necesita es florecer.
Y eso es trabajo de la
primavera.
Pablo
Neruda