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--Aquí es --dijo.
Se sentía el intenso perfume a jazmín del
país. La verja era muy vieja y estaba a medias cubierta con una glicina.
La puerta, herrumbrada, se movía dificultosamente, con chirridos.
En medio de la oscuridad, brillaban los
charcos de la reciente lluvia. Se veía una habitación iluminada, pero el
silencio correspondía más bien a una casa sin habitaciones. Bordearon un
jardín abandonado, cubierto de yuyos, por una veredita que había al
costado de un galería lateral, sostenida por las columnas de hierro. La
casa era viejísima, sus ventanas daban a la galería y aún conservaban sus
rejas coloniales; las grandes baldosas eran seguramente de aquel tiempo,
pues se sentían hundidas, gastadas y rotas.
I. El dragón y la
princesa |
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II.
Los rostros invisibles (parte V)
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"Tal vez a nuestra muerte el alma emigre", se
repetía Martín mientras caminaba. ¿De dónde venía el alma de Alejandra?
Parecía sin edad, parecía venir desde el fondo del tiempo. "Su turbia condición de feto, su fama de
prostituta o pitonisa, sus remotas soledades."
El viejo estaba sentado a la puerta del
conventillo, sobre su sillita de paja. Mantenía su bastón de palo nudoso,
y la galerita verdosa y raída contrastaba con su camiseta de frisa.
-- Salud, viejo --dijo Tito.
Entraron, en medio de chicos, gatos, perros y
gallinas. De la pieza, Tito sacó otras dos sillitas.
-- Tomá --le dijo a Martín--, llevala, que en
seguida voy con el mate. El muchacho llevó las
sillas, las puso al lado del viejo, se sentó con timidez y esperó.
-- Eh, sí... --murmuró el cochero--, así con
la cosa... ¿Qué cosa?, se preguntó Martín.
-- Eh, sí... --repitió el viejo, meneando la
cabeza, como si asintiera a un interlocutor invisible.
Y de pronto, dijo:
-- Yo era chiquito como ése que tiene la
pelota y mi padre cantaba.
Quando la tromba sonaba alarma co Garibaldi doviamo
partí.
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