Claudia Viviana Parreño
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Frágil Cuando la soga se
rompa caeré al fondo, cuando el cristal se
quiebre me hundiré sin
remedio. Pero el vidrio partido no cede de un golpe, aguanta crujiendo quizá un largo tiempo. Hasta el diamante se
parte como una delgada
lámina, aún el acero se funde blanda arcilla maleable.
Cuando la superficie
ceda no habrá más salida, cuando la grieta se
abra me ahogaré en lo
profundo. Pero mientras resista, es mi
deber, y casi una prueba de
humanidad, no caer, no hundirme, no
ceder el precario equilibrio sobre el hielo.
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La Luna blanca se torna
carmesí bebe de mi sangre, alimenta a la sombras. El pasto mojado de
rocío acalla los pasos
ligeros: la desgarrada oscuridad
da paso al ensueño. Cuando creo verlos,
huyen mis carceleros negros, pero me atan cada mes a su tormento de
fuego. Sin verlos los siento,
escarbando mi sangre, bebiendo por dentro. Tres lobos blancos aúllan,
fantasmas de la noche,
dueños de mis miedos. Sí, un lobo olfatea en mi
puerta, el segundo rasga la
madera, el tercero entra a mi
alcoba. Sí, y siete estrellas
blancas forman una diadema
helada y un camino de
cristal. Y cuatro potros
blancos relinchan en los
montes su libertad y su
bravura. Cuatro potros salvajes de ijares sangrientos.
Blanca Luna, blancos
lobos blancas estrellas y
caballos: beben en mí, me desangran.
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INQUIETUD Altas y sublimes las aves vagabundas migran por el cielo tachonado de
estrellas. El Estrecho cruzan con brújulas
milenarias que el instinto clavó en su mullido pecho. Cada tanto un aleteo las hace titilar en la
noche, apenas perceptibles
son las viajeras silenciosas.
A veces adivino sus
voces o llego a intuir sus
colores y eso estremece mi
corazón, ¡ay! de ave migratoria.
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Claudia Parreño
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