Decidí
ir a verla. No podía dejar pasar nuevamente el tren. El tiempo se
come todo y entre lo que se devora están esos momentos, aquellos que
invariablemente no deberé dejar pasar más. Mi descuido, a veces
involuntario, otras adrede, me había impedido concurrir al
club.
Siempre existió una buena excusa: que hace calor, que
hace frío, que tengo que hacer otras cosas, que…
Esa tarde
tenía que recuperar algo. Desesperadamente quería verla con esa
camiseta celeste y blanca comprimiéndole el cuerpo, la transpiración
humedeciéndole el pelo, pedir la pelota, entrar en bandeja,
convertir un doble debajo del aro, cortinar a una compañera para que
quedara a su merced la llave, arrojar con todas sus fuerzas la
redonda para intentar meter un triple, sostener un resultado,
aguantar la táctica y no enloquecer, pivotear esperando que las
otras se acomodasen en la cancha… todo, quería devorarme en un día
lo que me había perdido en cuatro años.
Decidí ir a verla.
Pero no se lo iba a decir. La pequeña Laura merecía, al menos, un
regalo y mi presencia debería ser una sonrisa, así como lo fue
aquella muñeca con la que hoy acompaña sus sueños. ‘Pa… tenés que
venir… el club está tan lindo…’ me decía algunos sábados mientras me
entregaba a una mateada crepuscular. ‘Ma, acompañalo y vengan
juntos! El celeste me queda bárbaro y… sabés pa? Elegí la camiseta
que tiene el número 30… porque yo sé que ese número te gusta…’; ¡y
claro! Como no gustarme si era el que tenía en la camiseta que de
pibe me regaló mi viejo…
Y yo no la escuchaba. Mi egoísmo y
mi ceguera me lo impedían. Pero hoy no. Decidí ir a
verla. Traspasé la puerta del Argentino con cautela. El griterío
ahogaba hasta el silbato de los jueces. Me metí por detrás de la
mesa de control y me acomodé en uno de los bancos. Y ella estaba
allí. Mezclada entre rivales que la acechaban mientras manejaba la
bola en la mitad de la cancha. La seguí todo el tiempo con la
mirada. Mis ojos no se apartaron de ese 14 infinito que corría y
jugaba. ¡Y como jugaba! Su nombre se escuchaba del banco de
suplentes, entre sus compañeras, en el técnico, en el aire flotaban
esas letras… hasta las podía ver… Ella no sabía de mi presencia.
Ella no podía descubrirme. Pero fue que… Mirá, si hasta te lo
cuento y me emociono… En una jugada dejó desairada a dos rivales,
amagó pasarla a su derecha, la retuvo, pisó la llave y contra el
tablero sonó el toc del golpe… Cuando ingresó al cesto y recorrió la
red, me pareció que recorría mi cuerpo, al caer sobre el mosaico,
ella salió disparada hacia donde estaba yo sentado. Entonces…
mirá… una nube cubrió mis ojos… Es que no te puedo contar más…
Solo recuerdo su abrazo y su alegría… yo quedé duro y le pedí que
volviera al campo para que no la sancionaran. Ella retomó el
partido. Yo no. Me senté y tomé mi cabeza entre las manos, mientras
las lágrimas me enjugaban, poco a poco, el corazón. Lamenté el
tiempo perdido. Lamenté mi tiempo perdido. Fue así que cambié de
parecer. Decidí ir a verla y fue la mejor decisión que tomé en mi
vida. El brillo de sus ojos y su carita de felicidad me obligó a
cambiar de actitud. Solo pensé: mi manera de hacerla feliz era
éste. Y ya no faltaría más. Gracias a Dios, decidí ir a
verla…
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