Bajó del 320 en Matienzo, y
siguiendo las instrucciones de Carla, luego de preguntar a un
anciano que paseaba su perro, subió por la calle Franco.
Dos cuadras y chocás con una plaza,
dijo Carla. Cruzás una placita, hacés una cuadra y ahí está la
rotonda, la corrigió Leo. Es lo mismo, chocás con la plaza, repuso
ella, lanzándole una mirada furiosa.
Daniel caminó por debajo de las
galerías entorno a la rotonda, maravillándose con la humilde
arquitectura de los cuatro edificios que rotaban ante sí,
exhibiéndose idénticos. Gustaba de la ruptura que imponía el círculo
en el mapa urbano.
Una línea de curvas simétricas, de única curva e infinitas
curvas. Una sola línea que es la unidad de todas las
líneas. Los círculos embelezaban su
imaginación.
Se detuvo y observó la plaza, y una
repentina y extraña sensación lo sobresaltó. Ante sí había dos
personas y sólo se oía el tenso silencio del aire turbio que se
respira en las ciudades. Frontalmente, una mujer mayor, inmóvil en
el centro de la plaza, en el punto exacto donde confluyen sus cuatro
caminos; detrás de ella, bajo la galería del edificio opuesto donde
se encontraba él, en el punto diametralmente opuesto y en el punto
extremo de una perfecta línea recta que unía a las tres personas; un
hombre de similar estatura y de edad que no pudo determinar por su
corta vista, observaba en su dirección. Aguardó inmóvil la falla en
aquel espejo.
Al cabo de pocos segundos, el hombre
giró sobre sí y se dirigió a la puerta del edificio que tenía
detrás. Daniel oyó girar la llave a sus espaldas, se volvió y
observó atónito como un hombre de su misma estatura salía del
edificio. Giró rápidamente: el otro hombre ya no estaba, la puerta
acabó de cerrarse y la mujer se sentó en un banco a un extremo de la
plaza.
Lo pensó un momento y rechazó la idea
sacudiendo la cabeza, y sin embargo, un temor involuntario impulsó
sus pasos fuera del círculo hacia las calles que creyó rectas, y
allí impuso la razón a sus piernas.
Azarosamente, habiendo perdido
la orientación en la rotonda, giró a su derecha en la calle
Libertad, como le indicó Carla. Por Libertad hasta Curtis, ahí a la
izquierda, le dijo, y nuevamente Leo la corrigió. Ya sé que sólo se
puede doblar a la izquierda, respondió Carla, sin contener más su
enojo. Tomó a Daniel del brazo y lo llevó fuera de la oficina. En el
pasillo continuó explicándole cómo llegar a su casa, ahora
sonriente, dibujando las calles en el aire, zambullendo sus manos
constantemente en su largo cabello enrulado. Él no prestó más
atención a sus indicaciones y contestó cada gesto con ancha sonrisa
desbordada.
El verde preponderante, los árboles
que la historia plantó, los amplios jardines de las grandes casas,
todo allí como Carla dijo. Libertad serpenteaba en el bosque y
Daniel se maravillaba e imaginaba futuros de mudanza, de días
primaverales, de días otoñales; de Carla, tan llenos de Carla.
Matienzo nuevamente ante sí lo volvió
del ensueño. Libertad acababa allí, en otra plaza de la que no le
habían hecho referencia, como delta de mil calles, ninguna llamada
Curtis.
Uy, pibe, agarraste para el otro lado.
De la rotonda de la que venís, por Libertad, pero para el otro
lado... ¿Por otro camino? No, lo mejor es que vuelvas por donde
viniste... si querés podés agarrar por esa hasta Udet. Ahí doblás a
la derecha y son...
Daniel oyó atentamente, algo
confundido, y finalmente agradeció al señor. Éste, como aquel que le
indicara al bajar del colectivo, se despidió deseándole mucha
suerte.
Carla le hablaba, lo buscaba, reía con
él. Sabía de sus problemas económicos pero no le importaban.
Ella es socialista, le gustan los trabajadores:
ella es así. No busca un amigo de treinta y un años. Y si lo busca,
yo soy el que no quiere una amiga de veintitrés ¡A esta altura de mi
vida no estoy para andar boludeando con una pendeja! Encima no me va
a invitar a su casa para tomar el té... y su relación con Leo es
malísima, de eso estoy seguro. ¡Lo veo yo hasta a cien metros, mirá
lo que te digo!
Sus compañeros de fábrica dudaban,
pero no decían nada.
Dobló en Udet y siguió hasta llegar a
Curtis, volviendo a girar a su izquierda, una cuadra hasta Patallo,
de allí media cuadra hasta la numeración 1039.
Aún no había oscurecido cuando volvió
a la calle. Saludó rápidamente a Leo, contrariado en la debilidad
del enojo y el dolor. Tomó Curtis en alguna dirección y luego Saint
Exupery, y luego Macias y nuevamente Curtis, y luego todas.
¿Le gusta eso: le gusta la guita, le gusta el
auto nuevo? ¿Por eso se vende? Entonces que se quede con ese
chupasangre. Ahora va a saber qué tan malo puedo ser ¡No me va a ver
la cara nunca más! Y dice que es socialista... se llena la boca
hablando de cambiar el mundo, que esto es una mierda... ¡callate la
boca, traidora! Que los obreros somos la fuerza revolucionaria...
¡pero si andás con ese chupasangre, traidora! ¿Qué? ¿Te da vergüenza
andar con un obrero? Andá con el de corbatita. A mí no me vuelve a
ver. No, a mí no.
Daniel caminaba a destajo sin
encontrar salida ni sitio que le sirviera de referencia, y el cielo
comenzaba a oscurecer. Lamentó no haber escuchado las indicaciones
de Carla cuando lo despidiera.
Te dije que me la tenía que sacar de la
cabeza, pero qué querés que haga, me gustan estos juegos ¡No sabés
cómo me gustan! Sí, parece que fuera masoquista pero me gusta... Ya
sé que no tiene que salir conmigo para ser consecuente, pero no
tiene porqué salir con ese hijo de puta. No conmigo, que salga con
vos o con él, no tengo problema. Pero con ese chupasangre... Ya sé,
pero yo me conozco, me conozco porque me pasa siempre. Es una buena
piba pero un amigo no va a encontrar en mí. Ahora tengo que
aplastarla, en mi cabeza tengo que aplastarla, tengo que ser
indiferente. Tengo que odiarla, tiene que ser mi enemiga porque sino
no me la saco de la cabeza... Ya sé, pero soy así, loco. O la amo o
la odio.
Se detuvo perplejo, confundido ante la
rotonda del inicio. Un círculo y cuatro calles, y no supo cuál
tomar.
Capaz que me trató así porque estaba él...
hoy está todo bien pero mañana pueden estar re-mal ¡Si viven
peleando en la oficina de la fábrica!... Capaz que es
pasajero...
La luna se alzaba y él sentía la brisa
turbia en el pecho. Niños ingresaban por una esquina, vociferando y
riendo, y salían por la otra, sordos, no oyendo sus súplicas
desesperadas. Comenzó a caminar, como al comienzo, en círculo
entorno a la plaza.
Pero quizás yo tengo la culpa, o sea, porque
yo le dije que tenía mujer, que estaba muy bien con Pao. Capaz que
por eso no me dice nada. Yo le dije que convivíamos hace tres
años... quizás es por eso.
Caminando y caminando, lo contempló la
luna desde lo alto, ya su corazón cadavérico, su cuerpo yacer en la
vereda. No encontró Daniel en las esquinas la entrada ni la salida,
y buscó en la luna esperanzas vanas, ese otro círculo de ancha e
indefinida línea; que es a veces, también, de la estrechez de
enceguecedores pasadizos blancos, insertos en la más profunda
oscuridad del cielo.
Daniel