La tarde era de
un gris otoñal, de
calidez y quietud sofocantes. El
fin de un
período, una tarde de
opacas hojas muertas plagando los suelos.
Él estaba en
el comedor de
su casa, hundido en
un mullido sillón, los ojos hacia el
techo observando ningún sitio. Fumaba un
cigarrillo tras otro cambiando de
posición a cada momento. Aburrido, esperando al
tiempo, careciendo de
televisión y sabiendo la
imposibilidad de leer en
posesión del vacío.
Su cabeza iniciaba ese juego que jugaba siempre que estaba solo, en
las tardes-anocheciendo cuando la
puerta no se
abría y los murmullos del exterior llegaban sin expresión. Jugaba y
callaba al mundo lo
que no comprenderían.
Imaginaba su
perfecta tragedia: oía sonar el
teléfono (siempre mudo en
los momentos de
soledad) y oía luego al
doctor comunicar la
muerte de su
madre o veía el
tren detenido en
el paso a
nivel, o un
chirrido y luego un
auto frenado frente a
su casa y
su hermano muerto en
el asfalto, cercado por un
grupo de curiosos. Luego él
llorando junto a
su hermano o
su madre en
el velatorio.
Imaginando en
el sillón, actuaba con los ojos entrecerrados, llegando a
sentir una inmensa tristeza que crecía en
su pecho. Justo antes de
llegar a las lágrimas, de
lo que estaba seguro que era capaz, detenía la
sucesión de imágenes como el
director detiene la
filmación.
No sentía remordimiento por su
juego porque los amaba, los amaba como a
nadie en el
mundo, y era escéptico, se
reía de las cábalas y
las maldiciones, y
las retaba. A
veces sonreía por la
extravagancia de su
imaginación o permanecía imperturbable, inmóvil con la
mente en blanco. Otras veces se
preguntaba, sin preocuparse demasiado y
sin buscar respuestas, si
acaso los amaba, si
era él un
ser perverso, y
lo más importante, porqué lo
hacía.
No había un
día determinado para el
juego, podía ser cualquiera menos el
sábado o el
domingo, cuando su
madre y su
hermano se encontraban en
su casa durante todo el
día. Debían darse ciertas condiciones. En
primer lugar debía estar solo. En
segundo lugar, debía haber pasado la
hora de llegada de
su hermano o
su madre, aunque a
esta regla no
daba demasiada importancia. Y
la condición más importante, su
alma debía estar predispuesta, sus ojos debían ver oscura la
luz atravesando las rendijas de
la persiana. Debía estar poseído por una sensación indescriptible, imposible de
ilustrar en colores definidos. Él
siempre se repetía la
palabra
vacío.
Nuevamente mató a
su hermano, esta vez bajo la
golpiza de unos ladrones. A
punto de llorar detuvo el
juego. No sonrió, no
hubo expresión en
su rostro ni
movimiento en sus miembros.
Se preguntaba ahora, qué haría si
su hermano muriera, qué sería de
sus conversaciones. Recordaba los momentos difíciles, juntos, sólo ellos dos con sus manos entrelazadas.
Sonrió luego, ahora sí, por su
manifestación de morbosidad.
Se puso en
pie tomando la
decisión de romper la
inmovilidad. Fue a
la cocina, abrió la
heladera y sólo encontró agua fría; buscó en
la alacena y
encontró un pedazo de
pan viejo; puso agua al
fuego y preparó un
té. Caminó hacia su
dormitorio, repasó su extensa colección de CDs y
leyó los títulos de
los libros en
su biblioteca; observó entorno buscando nada y
volvió a sentarse en
el sillón del comedor. La
inmovilidad acabó triunfando.
No podía leer, no
podría concentrarse en
las pequeñas letras. Tampoco podía escuchar música y
de tener televisión no
soportaría siquiera el
zapping. Tomaba el
té y analizaba las posibilidades, terriblemente aburrido y
queriendo vencer al
vacío sin demasiado esfuerzo.
Siguió pensando, lentamente, como una bola gorda y
cansada que obligan a
girar.
Ir a
comprar galletitas, más cigarrillos...
Encendió uno, le
quedaban dos.
O compro más cigarrillos o
compro galletitas, se
dijo mientras observaba unas pocas monedas en
la palma de
su mano.
Las galletitas no
pueden durar todo el
día ni toda la
noche, decidió.
Era insomne y
fumador compulsivo, a
veces lo primero a
causa de lo
segundo. Si no
fumaba debía comer, y
luego debía fumar, y
sólo se iba a
dormir cuando ya
no tenía más cigarrillos.
Giró la
cabeza hacia la
ventana: dos chicas charlaban en
la calle. Observó en
torno y descubrió la
casa en penumbras. En
vano levantó las persianas de
todas las habitaciones. Debió prender la
luz del comedor, y
al hacerlo, vio cómo el
resto de las habitaciones se
hundían en una penumbra mayor. La
triste luz artificial ahogaba su
alma en la
más profunda soledad.
El teléfono llamó sin augurar la
desgracia y él
atendió con su
profunda voz de
dormido. Su estomago giró bruscamente y
el vacío estalló sin llantos ni
gemidos.
¿Dónde está?, preguntó suplicante con voz temblorosa.
El día amaneció cálido y
luminoso, con la
frescura primaveral. Él
se levantó de
la cama sin quejarse, rápidamente pero sin apuro, y
apagó el despertador. Se
cambió entre bostezos y
se deslizó silenciosamente en
la cocina, puso agua al
fuego y se
asomó al dormitorio de
su madre. Aún no
había
despertado.
Se sentó a
la mesa del comedor y
tomó un té
mientras leía una novela. Al
terminar su acotado desayuno abandonó el
libro en medio de
un capítulo, levantó todas las persianas y
se dispuso a
limpiar. Barrió el
comedor, la cocina y
su dormitorio, levantó la
tierra y quitó las telarañas del techo; buscó el
trapo de piso, el
secador y limpió las baldosas que atraviesan el
jardín de la
casa.
Puso ropa a
lavar y permaneció inmóvil observando girar el
interior del lavarropas. Se
habían hecho las once, el
sol exigía que lo
miraran desde lo
bajo.
Su perro correteaba por el
patio ladrando a
los pájaros, las moscas y
las abejas que se
asomaban entre las flores, y
a todo lo
que se moviera. Movía el
rabo y observaba a
su dueño, tomaba una rama y
hacía su espectáculo. Él
sonrió y se
acercó al perro, que salió disparado e
inalcanzable corrió alrededor de
la higuera. Se
detuvo después de
algunos minutos dejando que su
dueño lo alcanzara, y
volcado con la
panza rosada al
sol se entregó a
las cariñosas manos. Él
se acostó con los ojos cerrados junto al
perro.
Suspiró un
pesado aire, abrió los ojos y
sonrió para vivir. Se
puso en pie alzando al
perro y entró en
la casa. Abrió lentamente la
puerta del dormitorio de
su madre: las lanzas de
luz atravesaban la
penumbra desde las rendijas de
la persiana.
Entornó sus labios y
las palabras simples volaron con suave agitar de
alas.
Má, mirá a
quién te traje.
El perro movía el
rabo ansioso, intentando desprenderse de
los brazos que lo
suspendían en el
aire.
Es el
‘negrito’, dijo él, intentando imitar la
graciosa voz de
su madre, ahora muda.
Dejó al
perro sobre la
cama y levantó la
persiana. Corrió la
ventana dejando entrar el
aire fresco y
observó fuera a
través de la
cortina: el asfalto enceguecía con el
reflejo del sol. Giró lentamente y
sonrió con amargo sabor.
El cuerpo de
su madre yacía perfectamente recto dentro de
la cama, en
cuyas sábanas, alisadas la
noche anterior, no
se percibía movimiento. El
perro correteaba en
el pequeño espacio: saltaba una y
otra vez sobre el
cuerpo inmóvil, pisoteando todos sus miembros.
Él sonrió ampliamente (antes ella lo
habría hecho primero).
Acarició el
rostro de su
madre. Tenía la
rigidez mortuoria de
todos los días: la
boca sin expresión y
los ojos más allá, en
un lugar muy triste. La
piel rugosa finalmente había vencido a
los músculos, envejeciendo rápidamente en
pocos meses. Él
también había cambiado al
cumplir en otoño sus veinte años y
ya no jugaba su
morboso juego. No
por sentir culpa, tampoco por la
superstición o el
misticismo que el
accidente pudiera haber suscitado. No
lo hacía porque ya
no necesitaba actuar.
El perro lamió el
rostro de su
madre y su
mirada se turbó: los ojos convulsionados se
movieron a un
lado y otro queriendo huir de
sus cavidades. Él
alzó al perro y
lo llevó al
patio. Al regresar, los ojos de
su madre, pasivos, habían vuelto a
huir hacia otro sitio.
Se sentó en
la cama y
buscó, como todos los días, las palabras que gustaran a
su madre. No
las palabras que la
hicieran responder sino esas que pudiera oír al
final del abismo, y
allí abajo, con los ojos en
lo alto, sonriera.
Buscaba y
buscaba (la lengua perezosa dormía en
el lecho de
saliva). No existían aquellas palabras. Ya
no buscaba, esperaba inmóvil algo que no
ocurriría.
Una mueca en
sus labios pretendía ser sonrisa, y
sus ojos al
frente miraban en
lo profundo sentimientos amorfos, y
su madre allí recostada, inmóvil como el
hueso más viejo, su
rostro tenso sin sonrisa y
los ojos en
el techo y
en algún otro sitio. Ambos cuerpos conformaban una patética escena de
hospicio.
Nunca fue un
gran conversador. Antes, al
afrontar una charla los nervios le
invadían y recorría su
mente de lado a
lado encontrándola siempre vacía, sin palabras. Le
incomodaban y le
molestaban sus pocas ocurrencias con ciertas personas. Ahora no
le preocupaba aquello con quienes cruzaba algunas palabras: callaba en
medio de una frase y
permanecía en silencio con la
mirada fija en
un punto, pero con la
vista vaga sino nula. El
otro observaba a
un lado y
otro, sonreía, hacía algún comentario sobre su
aspecto y con una palmada anunciaba su
retirada. Él reaccionaba al
final, cuando se
alejaba el olvidado interlocutor, sonreía con los labios pegados y
volvía los ojos a
un punto y
su vista volvía a
nublarse, y su
sonrisa se desvanecía.
A ver, má, vamos a
levantarnos y a
ponernos lindos, ¿si?, dijo tiernamente, retomando una conversación nunca iniciada.
Cuando estaba con su
madre sentía que ambos podían permanecer eternamente en
silencio con la
mirada en ningún sitio, pero sabía que tenía la
responsabilidad de hablar, de
no caer arrastrado por
su madre. Y
buscaba las palabras, en
primer lugar para cubrir la
farsa, para engañarse a
sí mismo y
creer que ello hacía algún efecto en
ella.
Vamos a
bañarnos, vamos a
ponernos lindos que el
día está hermoso.
La
destapó y
alzó en sus brazos. La
bañó, la cambió, la
peinó y le
puso su perfume favorito en
el cuello y
las muñecas. Ella siempre con la
mirada hacia el
otro
lado.
La sentó en
el sillón del comedor, corrigió dos mechones rebeldes y
sonrió frente a
ella.
Ahora esperame un
ratito que me
baño y salgo en
un segundo, ¿si?. Esperame acá que ya
vamos para afuera.
Al cabo de
quince minutos salió del baño y
transportó a su
madre junto con el
sillón al frente de
la casa, bajo la
galería del jardín. Él, luego de
ir en busca de
sus herramientas, se
dispuso a trabajar en
el jardín mientras hacía compañía a
su madre, como todos los días.
Se arrodilló cautelosamente sobre un
joven jazmín y
removió la tierra con una pequeña pala. En
el extremo derecho del jardín y
junto a la
vereda, las blancas flores y
la planta entera llevaba días secándose con temible rapidez. La
causa, según él
creía, era la
invasión de las hormigas del “hormiguero invisible”. Sus pequeños caminos surcaban todo el
sector y sus miles de
caminantes exterminaban todo a
su alcance, aún lo
que se les presentara gigante. Todo lo
comían, como en
todo jardín, pero él
se preocupaba por el
suyo, porque allí pasaba la
mayor parte de
los días soleados.
Había perseguido a
las hormigas como quien no
tiene mayores preocupaciones: enceguecido en
deportiva lucha había inundado los surcos con agua hirviendo y
había encontrado cada uno de
sus pasadizos y
también los había inundado; pero siempre volvían. Descubrió luego que el
hormiguero no se
hallaba en su jardín sino traspasando la
medianera por unas pequeñas grietas producidas por la
humedad. Dándose por vencido se
conformó con mantenerlas en
su sector, inundando una vez a
la semana cada surco y
resignándose a mover todas las plantas al
otro extremo, éste de
hormigas menos insidiosas.
Acabó de
sacar el joven jazmín de
la tierra cuando, con cierto rencor en
sus ojos, siguió a
una veintena de
hormigas que cargaban los restos verdes de
una planta por un
nuevo surco a
un lado del sitio donde se
hallaba el jazmín. Su
rostro se distendió, lanzó un
golpe al aire y
sonrió vivamente separando sus labios y
recorriendo con la
lengua sus blancos dientes, saboreando su derrota y
admirando a aquellos pequeños y
maravillosos insectos que lo
habían derrotado.
Giró su
torso y sonrió abiertamente a
su
madre.
¡Son el
peor bicho que existe, má! Podés creer que...
Se detuvo al
ver los ojos y
el rostro de
su madre, y
el entusiasmo vaciló un
momento antes de
ahogar su voz. La
mirada de ella estaba en
otro sitio, como lo
estaba desde el
otoño, pero él
flaqueó. Sus fuerzas flaquearon al
contrastar su inflamado corazón con la
profunda perfidia. No
sabía si continuar, no
sabía si realmente tenía importancia hacerlo. Sin embargo, sólo unos segundos se
permitió pensar, se
recompuso y continuó con una sonrisa.
Abrieron otro camino, justo abajo del jazmín ¡Son increíbles!
Se esforzó por parecer efusivo.
¡Ay, ay... estos bichos!, acabó de
decir para sí mismo.
Al volverse su
sonrisa se apagó y
permaneció inmóvil un
momento observando el pasto debajo de
sí. Movió lentamente sus ojos y
se topó con el
jazmín, abandonado a
un lado, y
sacudiendo la cabeza, obligándose a
salir de un
viejo y conocido pozo, sonrió nuevamente, ahora con labios cerrados.
Tomó
la planta por el
tronco y caminó al
otro extremo del jardín. Se
sentó delicadamente y
comenzó a cavar con la
pequeña pala. Se
enterró una vez, se
enterró dos veces, se
enterró tres veces y
permaneció allí clavada con la
mano asiéndose del mango. Nada se
movió en su
cuerpo, tampoco sus ojos, enterrados en
aquel hoyo poco profundo en
el que cabía su
alma entera. La
tristeza lo invadía como en
pasados días de
inmovilidad: aquella tristeza vana y
sin razón, obligada por el
inmenso vacío que lo
hundía allí, en
su sillón, el
sillón que ahora ocupaba su
madre.
Sacudió su
cabeza como antes y
se deshizo del vacío porque no
podía, porque no
debía, porque era injusto ante ella.
Desenterró la
pala rápidamente y
continuó con su
labor. Se enterró una vez, se
enterró dos, tres y
cuatro veces, atropelladamente, y
el hoyo estuvo listo. Colocó el
jazmín en la
cavidad, rellenó el
espacio restante y
aplanó la tierra.
Lo observó un
momento, y no
queriendo detenerse, se
dirigió al otro extremo del jardín y
se sentó junto al
cedrón. Lo observó pero no
blandió la pala. Observó hacia la
calle y luego al
frente de la
casa, y enseguida nuevamente a
la calle. No
deseaba trabajar, no
podía así como no
podría leer ni
hacer nada más que permanecer inmóvil. Sin embargo, esta vez no
le atormentaba el
vacío. Ahora, cada vez que la
inmovilidad invadía sus músculos, él
se detenía a
pensar, lo que a
veces era casi tan tortuoso como el
vacío.
Al principio, al
llegar el invierno, se
distrajo en el
jardín junto a
su madre, pero poco a
poco no quedó nada que hacer y
comenzaron los espacios de
tiempo en que su
cabeza lo aturdía y
en su pecho parecía abrirse paso un
túnel. Con dulce ardor atravesaba sus pulmones y
su corazón, acariciando rasgando su
alma. Ocupó el
día, se distrajo cuanto pudo y
se hizo cargo de
todo, y ya
no tuvo tiempo para hacer nada.
Al llegar la
primavera con su
específica belleza y
su luz clara, las cosas cambiaron. Cada día hacía un
mayor esfuerzo por trabajar en
el jardín y
siempre le invadía una idea vaga que con una picazón en
su lengua quería que su
oído la oyera. La
ahuyentaba rápidamente con más trabajo pero la
idea persistía, y
él, molesto y
queriendo saborearla, a
punto de saborearla, la
alejaba nuevamente.
En los últimos días se
esforzaba cada vez menos por ahuyentarla y
se tendía largo rato en
el jardín con la
pala a un
lado, esperando, como la
presa herida espera que el
cazador caiga sobre su
cuerpo tomándolo por sorpresa.
¿Cómo va? ¿De jardinero?, saludó un
vecino.
Respondió al
saludo con una sonrisa. El
otro, sin detener sus pasos ligeros, giró su
torso para observarlo. Se
despidió, volvió rápidamente la
cabeza al frente y
desapareció tras la
medianera.
Ahora nadie se
detiene a charlar, pensó con la
vista fija en
la última huella del vecino.
Como el
día anterior y
como desde hacía algunas semanas, se
entregó al ejercicio de
pensar
libremente.
Ya no
puedo seguir fingiendo ser un
jardinero innato amante de
las plantas, comenzó diciendo una voz en
un extremo de
su cabeza.
No puedo seguir fingiendo...
Se detuvo. Su
mente fatigada esquivó un
pensamiento de aire pesado y
turbio. Continuó.
¡No puedo fingir ser jardinero, y
punto!, reafirmó sin ánimo su
voluntad.
¡Ya basta de
esta
farsa!
Se detuvo nuevamente ante el
poderío de la
ultima palabra esgrimida, y
temiendo su extensión natural, continuó rápidamente tomando pensamientos a
tientas.
Y má... pero má...
Cayó en
la trampa.
No podía dejar de
hacer compañía a
su madre.
Suspiró, viendo la
proximidad del precipicio pero decidido a
caminar por el
vértice de la
montaña hasta el
final.
Si no
fuera por má... ¡Que ninguna culpa tiene!... Si
no fuera por el
accidente.
Recordaba aún el
dolor inmenso de
sus ojos desangrándose en
una lágrima, esperando ver el
cuerpo muerto de
su madre. ¡Pero estaba viva! Allí dormida en
la cama del hospital, con el
rostro de siempre pero sin expresión, sin sonrisa. Estaba viva y
él siempre lo
había agradecido de
algún modo.
Los días pasaron, sus ojos parpadearon un
día, una vez y
rápidamente, pero su
rostro permanecía inexpresivo. El
doctor habló con él, de
hombre a hombre, y
él sintió ser
la única persona a
quien debía dirigirse.
Le dijo que su
madre no volvería a
caminar: no podría mover sus manos, no
podría mover sus piernas, no
podría mover su
cabeza. Nada podría hacer, sólo observar. No
volvería a hablar ni
a sonreír, ¡Y
con lo que a
su madre le
gustaba hablar! ¡Y
moverse!
Él lloró pero no
dejó de agradecer por su
madre. Sin embargo, desde el
otoño habían pasado casi dos estaciones y
varios meses, y
nada cambió, todo fue como lo
dijo el médico.
Se detuvo a
observar el vacío y
aceptó la inevitable caída.
A veces pensaba que mejor hubiese sido que dieran muerte a
su cuerpo y
no al de
su madre, y
eso pensaba ahora. Pero sabía que no
había pensamiento más vano, y
lo abandonaba.
¿Pero qué pensamiento no
era vano en
aquella situación?
Atormentado por la
idea huyó a
la
respuesta.
Hola, dijo la
almacenera.
El saludo, con su
dejo característico de
tedio rutinario, fue acompañado como siempre por una horrible mueca que denotaba el
intento desganado por sonreír.
¿Tanto le
cuesta saludar bien a
esta asquerosa? ¿Es tan miserable que no
puede regalar un
saludo?, hubiese dicho su
madre, y no
lo dijo.
Luego de
que él respondiera el
saludo, la almacenera miró a
su madre y practicó una burda reverencia, una leve inclinación de
cabeza que dejó a
medio acabar, como si
no valiera la
pena terminar el
saludo puesto que lo
mismo da saludar, bailar o
reír delante de
ella.
Ahora su
pensamiento se precipitó en
el vacío montado en
cólera.
¡Si mi
madre pudiera responder!... ¡Vieja envidiosa, cuerpo de
víbora! Si la
viera relamerse por la
parálisis de mi
madre la... la
mato, ¡Qué me
importa que sea mujer!
¡Si es una víbora!
Se detuvo, ahora tranquilo.
El rostro de
su madre lo
enceguecía antes de
caer. Los recuerdos se
sucedían armoniosa y
lógicamente como la
línea de un
círculo, que sólo lleva a
un sitio y
no hay opción que pueda evitarlo.
Siendo adolescente, contra la
voluntad de sus padres, ella tuvo su
primer acercamiento a
la actividad física con la
natación. Le encantaba el
atletismo y procuró ser profesora de
educación física pero la
oposición de sus padres y
la ligazón a
su hogar se
lo impidieron. Luego huyó, pero ya
no quiso ser profesora, estudió artes marciales.
Vivía en
movimiento, odiaba la
inmovilidad, y como toda mujer, temía al
envejecimiento. Tenía cincuenta años y
nadie podía deducirlo. Las mujeres de
su edad la
envidiaban porque aún andaba en
bicicleta, y seguramente se
burlaban porque no
se movía sin ella. Su
madre hablaba, hablaba incansablemente y
era lo que más le
gustaba, aún más que escuchar, aunque no
lo hiciera intencionalmente.
La almacenera la
envidiaba y ahora reía. Ella, ese cuerpo flaco y
desgarbado, con esa pequeña giba que estira su
rostro hacia delante llenando de
significación su
figura. Ella, el
reptil expectante de
lengua filosa, sin belleza y
falto de sutileza ante la
presa.
Y su
madre allí, inmóvil como en
el
hospital.
Se esforzó por dar gracias e
intentar comprender la
providencia, pero no
podía. Tampoco podía maldecir a
nadie, no debía.
Ella ausente, lejana.
Los vecinos al
pasar frente a
la casa se
sentían incómodos y
vacilaban en el
saludo. Algunos evitaban observar y
ya no saludaban, otros, nerviosos, saludaban a
su madre con una pregunta. Luego, sin recibir respuesta, desaparecían sonrojados. Aún quienes la
saludaban con naturalidad, con amor o
respeto, sabían que no
habría respuesta, pero evocaban así su
condición de persona. Él
sabía que aún ellos, por dentro y
respetuosamente,
pensaban que su
madre era una mujer terriblemente desdichada.
Él la
observaba a los ojos buscando una respuesta, viendo en
la transparencia de
sus ojos el
precipicio inmediato.
Ya no
lo podía detener, las imágenes y
las sensaciones se
sucedían presurosas, y
él comenzaba a
saborear la idea, sintiendo el
vértigo, no pudiendo evitar la
caída.
Mi madre no
necesita de la
compasión de nadie, nunca la
necesitó, pensaba.
Tampoco necesita ser albada ni
ser tratada como igual...
El vacío, los ojos, la
transparencia. Se acerca, descubre su
rostro.
Porque ella ya
no está presente, de
nada sirve... nada puede hacerse. Sus piernas no
caminan, sus labios no
sonríen...
Lentamente reconocía el
camino que alguna vez recorrió, pero esta vez no
recordando el final. No
se apresuraba, sin prestar resistencia releía sus pensamientos empujado por manos ajenas.
Sus ojos no
iluminan, sus manos no
acarician, su lengua no
se mueve. No
hay sonidos, no
hay movimiento, ella no
está...
Permaneció un
momento con la
mente en blanco, perturbado por una palabra que ya
conocía. No fue el
asombro por aquella por lo
que vaciló, sino por su
pesada carga.
La había evitado, y
sin embargo, él
lo sabía, era la
concreción de todos sus pensamientos. En
su mente resonó la
voz de la
decisión y la
palabra rebotó lentamente, golpeando con todo su
peso, para luego ser admitida.
Sacrificio
El silencio fue prolongado.
La única salida es
el sacrificio.
Pensó en
la palabra sacrificio.
La mirada fija en
los ojos de
su madre, esperaba una señal que detuviera lo
inevitable. No podía dar gracias por su
vida ni podría antes haber deseado su
muerte, porque en
el hospital estaba viva cuando él
la creía muerta, y
luego, cuando él
la creía viva ella estaba ausente.
Su organismo se
estremeció, sintió que no
podía moverse ni
hablar. Un cosquilleo rasgó su
estomago, trepó lentamente por su
pecho y se
convirtió en un
espeso líquido que acariciaba con dolor, atravesó sus fauces y
dio brillo a
sus
ojos.
El juego se
detuvo, otro juego, acabó con la
mayor expresión de
amor.
Las viejas condiciones se
rompieron porque esta vez el
vacío las determinó, dispuso el
tablero en la
noche engañando al
jugador mediante sortilegios de
ensueño. El juego concluyó como debía concluir: antes de
derramarse las lágrimas, en
el momento en
que la actuación y los
sentimientos más nobles, ya
en su cúspide, se
funden en un
todo frágil apunto de
estallar violentamente.
Todo se
detuvo para volver luego al
vacío, donde todo tiene su
origen y su
fin.